Tanto la carne como las espumarajeantes secreciones de este molusco son comestibles y muy nutritivas, aunque nuestro pudor alimentario ha hecho que desechemos las babas. Éstas no son más que una secreción mucosa que facilita la locomoción del caracol, ya que reducen la fricción del cuerpo con el terreno. La baba, también llamada limacina, lo ayuda además a regular la temperatura corporal y lo protege de infecciones bacterianas y fúngicas y de las agresiones de los depredadores, como las hormigas.
Rica en proteínas y polisacáridos, la secreción del molusco era muy apreciada en la antigüedad -comemos caracoles desde al menos la Edad del Bronce, hace casi 4.000 años-, pues se recogía y mezclaba con agua o leche. En realidad, no era para disfrutar de su textura y sabor, sino porque la gente creía que era la mejor receta para evitar... ¡la caída de los testículos!
En cualquier caso, el caracol -con baba o sin ella- es un alimento muy recomendable, ya que aporta pocas calorías -60-80 kcal por cada 100 gramos-, casi como el pescado blanco; y su carne es baja de grasas. Por otro lado, es generosa en proteínas, que contienen aminoácidos esenciales, y minerales, como el magnesio, el potasio y el hierro.
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