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domingo, 6 de diciembre de 2020

Hafefobia: el miedo que aflora con el coronavirus

 

Es la fobia a ser tocados al relacionar el contacto físico con el contagio de covid-19 o la muerte


Expertos en psicología advierten del auge de fobias ante la pandemia como la hafefobia o miedo a ser tocado, que nace del miedo irracional que aflora al relacionar de manera prolongada el contacto físico con el contagio de la covid-19 y la muerte y que puede tener consecuencias especialmente preocupantes en niños y personas mayores.

El psicólogo valenciano Enric Valls explica a EFE que es el miedo "exagerado y persistente" el que genera una fobia, que es "irracional, tóxica y que nos limita enormemente en nuestro funcionamiento", y las psicólogas Nika Vázquez Seguí y Gracia Vinagre ponen el foco en los niños y la importancia del contacto en su desarrollo emocional.

Valls afirma que durante la pandemia se han potenciado ciertas fobias, como la social, la agorafobia (miedo a espacios exteriores o multitudes), los síndromes como el de la cabaña (el sentimiento de no querer salir a la calle por un futuro social de incertidumbre) y la hafefobia, que consiste en el miedo irracional a ser tocado por alguien o por algo o a tocar algo.

Surge por el miedo que aparece como mecanismo de defensa ante una situación en la que se produce un mantenimiento prolongado de la distancia social y por los mensajes sobre el contagio del virus que hace que algunas personas se obsesionen y paralicen con ideas como el hecho de coger el carro de la compra, chocar el codo con alguien, apretar el botón del ascensor o abrir una puerta.

Según Valls, "llevamos demasiados meses sometidos a estas medidas" que generan estrés y ansiedad prolongadas, y todavía "no vemos el final", lo que "nos genera mucho más sufrimiento y angustia"; si esto lo sumamos a personalidades con alto nivel de autoexigencia muy alta, se tiene más tendencia a sufrir esta fobia.

Vinagre asegura que los mensajes llegan como un "bombardeo" porque "hay un peligro real", y dentro de la normalidad, añade, "es frecuente que tengamos ese miedo o fobia en diferentes grados".

A medida que vaya desapareciendo el virus, indica Gracia Vinagre, "volveremos a relacionarnos supuestamente como antes", pero "los niños se están desarrollando y necesitan más el contacto", por lo que aboga por que en los entornos familiares o entre los convivientes se intensifiquen las muestras de cariño y el contacto "para que la carencia no sea tan evidente o se note tanto".

Nika Vázquez Seguí hace una reflexión sobre la gente que ya antes necesitaba un espacio vital más amplio que los demás, y que ahora siente más miedo y "no toca ni abraza incluso a sus padres, hijos o hermanos" y este miedo, añade, "va a hacer mucho daño".

La psicóloga ve aquí una repercusión a largo plazo, porque "el no tener contacto físico tiene que ver con cómo analiza el cerebro la realidad" y esto podría hacer que el no tocar a los demás "se convierta en un estilo de vida": ya conoce casos de quien "sigue lavando toda la compra al llegar a casa, aun sabiendo que las autoridades sanitarias han indicado que este extremo ya no es necesario".

Y cuenta el caso de una paciente, que es profesora en un colegio y que está asustada: "Son los niños los que cuando alguien les pasa cerca dicen que no te acerques", dice. Los niños han interiorizado ya que es un peligro tocar a alguien, por lo que Vázquez Seguí aboga por trabajar y estar atentos con ellos y decirles cuándo es peligroso tocar y cuándo no, porque "si eres cuidadoso y tus entornos son sanos y siempre los mismos, es bueno que la gente se toque y se acaricie".

En el caso de los mayores, esta fobia, que puede no ser totalmente patológica, pero sí manifestarse de manera aumentada, puede llevar al aislamiento, porque la tercera edad, indica Valls, vive con una "soledad individual evolutiva por no trabajar o tener limitaciones físicas"

Fuente: La Nueva España

lunes, 27 de febrero de 2017

Más allá de la vida


Las personas que aseguran haber vuelto de la muerte coinciden al describir muchos aspectos de esta experiencia. La neurociencia no ha sido capaz de encontrar una explicación científica que tenga rigor.

Hablar de  experiencias cercanas a la muerte (que responden a las siglas ECM) es hablar del temor por antonomasia: el miedo a morir. Para explicar qué es una ECM disponemos de los relatos de miles de personas en todo el mundo y a lo largo de la historia de la humanidad. Aunque las formas de contarlas pueden ser diferentes, existen numerosas coincidencias entre quienes han vivido este momento.

Comienzan con una desconexión con el propio cuerpo. Se describen a sí mismos como observadores, flotando, en un entorno que ya reconocen como ajeno. No sienten dolor, pero saben que están muertos (o creen estarlo). Durante esta breve pausa, todavía sienten presencia en el mundo, si bien la aprecian como en la distancia. Hablan de estados especiales de conciencia, de una infinita sensación de paz interior y a la vez de euforia, de libertad. Tras un instante pasan a deambular, como un ente abstracto, incorpóreo, por un espacio desconocido. Relatan un viaje a través de un túnel donde observan paisajes plagados de seres extraños, figuras místicas o personas cercanas, algunas ya fallecidas. Tras el túnel aparece una luz intensísima, radiante, blanca. Hablan de recuerdos y emociones. Coinciden en señalar que observan una especie de retrospección panorámica de sus propias vidas, un resumen, una película. Pero estas imágenes recuperadas de la memoria, del pasado, se mezclan con imágenes de futuro. Aseguran tener claridad de pensamiento, relatan un estado casi de éxtasis. Se acerca tanto a la descripción del alma que diferentes investigadores han querido ver en estas experiencias el origen de algunas religiones.

Es importante señalar que mantienen la sensación de identidad: saben quiénes son y han sido. Si bien es cierto que los relatos son similares, la interpretación posterior suele tener inevitables componentes culturales. Los creyentes hablan de conexión con Dios; los ateos, de una energía sin precedentes, y los niños, normalmente, de ángeles. Todos, no obstante, hablan de un cambio del estado de la materia.

Pueden tardar días en contar detalladamente una experiencia que cronológicamente ha durado segundos o minutos. Este fenómeno lleva a pensar, por una parte, en la relatividad del tiempo y, por otra, a que en realidad se trata de elaboraciones posteriores, ya conscientes y por tanto sometidas a la influencia de las creencias, la cultura e incluso de los deseos.
Del mismo modo que las ECM han sido objeto de estudio por parte de filósofos o teólogos, también han sido un campo de interés para los científicos. Es tentador, ahora más que nunca gracias a los avances de la tecnología aplicada a la neurociencia, indagar en la relación entre estos fenómenos y el funcionamiento cerebral. El mayor escollo con el que se enfrentan los científicos –igual que otros pensadores– es, cómo no, el lenguaje. La indefinición de términos tan abstractos y complejos como la conciencia, el alma o la mente fomenta el debate y al mismo tiempo dificulta alcanzar una conclusión unificada, consistente.

Uno de los investigadores más reconocidos en la actualidad en este campo –del que está obteniendo enormes réditos en publicaciones y conferencias– es Pim van Lommel, un cardiólogo holandés interesado en estos fenómenos tras habérselos escuchado a muchos de sus pacientes que sobrevivieron a un infarto de miocardio. La investigación, basada en las experiencias de 300 de ellos, se publicó en la revista científica The Lancet y mostraba que el 18% de los afectados habían tenido una vivencia compatible con una ECM. No hallaron correlación con las creencias religiosas o la espiritualidad previa al fenómeno. Tampoco consideran probable que los factores psicológicos sean importantes, ya que el miedo, asegura Van Lommel, no está asociado con la ECM.

En opinión de otros científicos, estas experiencias no son más que el resultado de periodos de falta de oxígeno a nivel cerebral. Aseguran que la conciencia es un producto del cerebro y su interacción con la persona y el ambiente, pero que no existe la conciencia en sí y, desde luego, no existe la conciencia sin vida corporal. En contra de esta postura, Van Lommel dice: “Si la conciencia es un mero ‘producto’ del cerebro, ¿cómo puede ‘sobrevivir’ y ‘explicar’ la experiencia de la muerte?”. Este planteamiento está plagado de errores, pues ni la conciencia es un producto –es un constructo, no una entidad clínica–, ni queda siquiera mínimamente demostrado que la conciencia “sobreviva” y mucho menos “explique” una experiencia. Tampoco el hecho de recordarla implica que esta haya sido en ausencia total de vida, pues no está claramente definida la muerte más allá de que no existe actividad eléctrica de suficiente intensidad como para ser recogida mediante electroencefalograma.

Los resultados de Van Lommel sí son claros en un sentido: las ECM no pueden explicarse mediante la neurociencia, al menos hoy día, por más que intente darle tintes de rigor.


¿Y qué dice la ciencia?

Los acontecimientos médicos que preceden a las ECM son variados (traumatismo craneal, parada cardiorrespiratoria...), pero también se ha observado este fenómeno tras el consumo de ciertas drogas –ketamina, LSD o mescalina– o en situaciones en las que se produce una disminución súbita de la llegada de oxígeno al cerebro.
Ante la falta de oxígeno, disminuye la actividad sensorial, se pierde la conexión con los almacenes de memoria y los estímulos –antes externos– son reemplazados por ­imágenes creadas por la propia mente, desconectada ya del entorno.
La sensación es de aislamiento absoluto, por eso se han relacionado estas experiencias con la eternidad.
Para la neurociencia, en rigor, no existe una explicación de las ECM más allá de la percepción de una serie de estímulos y la interpretación que posteriormente se da de ellos.


Fuente: El Pais

lunes, 10 de septiembre de 2012

Potomanía: Enganchadas a la botella... ¡de agua!


Beben compulsivamente creyendo que así embellecen y adelgazan, sin saber que ponen su vida en peligro 

 Alicia tiene 22 años y es una de esas chicas jóvenes que a todas horas va enganchada de una botellita de agua, porque ha escuchado machaconamente que el líquido elemento embellece, rejuvenece, adelgaza y ayuda a dejar de fumar. 

 Emulando a modelos y actrices, cuyo secreto del éxito siempre es beber mucha agua, esta madrileña se tomó su ejemplo en serio como si la vida le fuera en ello y la vida casi se le fue. Entre sorbo y sorbo, terminó ingresada en el hospital Ramón y Cajal tras caer desplomada junto a su inseparable botella porque su corazón, sus venas y sus riñones estaban extenuados de tanta inundación. 

 "Cuando abrí los ojos en la sala de urgencias me sentía tremendamente agotada pero conseguí preguntarle al médico qué tenía y cuando oí algo así como 'potonosequé' me quedé perpleja, porque no tenía ni idea de lo que era eso", ha relatado a Efe. 

 La potomanía o polidipsia psicogénica es un síndrome caracterizado por el deseo compulsivo de beber gran cantidad de agua, sin sentir sed y con una sensación placentera, como resultado de una enfermedad mental, ha explicado a Efe Enriqueta Ochoa, del Servicio de Psiquiatría del Hospital Ramón y Cajal. 

 El nombre de esta patología proviene del griego -"potos" (bebida, agua potable) y "mania" (manía)-, es decir, la manía o compulsión por beber agua. "Estos pacientes se pueden llegar a beber entre 8-10 y hasta 15 litros de agua diarios, dependiendo de la gravedad del caso", ha precisado la doctora, quien ha advertido de que, cuando el organismo no resiste más, los afectados entran en coma y fallecen. 

 Descartadas causas físicas como la diabetes o trastornos hipotalámicos que lleven a ingerir agua en exceso, la potomanía puede clasificarse como "un trastorno alimentario no específico" asociado a otras patologías psiquiátricas. 

 Como la anorexia o la vigorexia, el número de personas adictas al agua crece de forma significativa en la sociedad actual donde se idolatra la apariencia física: "Se bebe por una obsesión por la salud hasta que se hace de forma compulsiva y sin control". 

 "Lo más frecuente es que este síndrome aparezca en el contexto de una psicosis crónica, también en algunos tipos de demencia o en una anorexia nerviosa, donde el consumo excesivo de agua se utiliza para mitigar el hambre y forzar la pérdida de peso", ha argüido la nutricionista María de las Mercedes Gabin, en declaraciones a Efe. 

 Pero esta ingesta desorbitada produce dilución de sodio, potasio y magnesio en sangre, con la aparición de calambres, agotamiento y pérdida de agilidad mental, hasta que se sufren graves alteraciones de la función renal. 

 Otras consecuencias, ha pormenorizado Gabin, pueden ser náuseas, diuresis, cefalea, convulsiones, parálisis, insuficiencia cardiaca congestiva, letargia, coma y muerte. 

 El tratamiento agudo de este síndrome es restringir la toma de líquidos, lo que puede requerir la hospitalización y vigilancia estrecha del paciente, la corrección de los problemas físicos que ha ocasionado y, fundamentalmente, realizar el abordaje de la enfermedad de base (psicosis, demencia, anorexia nerviosa, etc). 

 La psicóloga Paloma Carrasco, autora del blog Stand by me sobre felicidad y crecimiento personal, ha subrayado a Efe que, "con mucha probabilidad, nos encontraremos con una tendencia innata o adquirida a la obsesión, o una preocupación excesiva por la salud y el propio cuerpo, con una baja autoestima e incluso con síntomas depresivos". 

 En la potomanía se sigue un patrón bien parecido al que se obsesiona por el deporte o las dietas para estar delgado. "Al beber agua compruebo cómo mejoro y me alivio, pero a la vez, refuerzo el pensamiento de que el agua es necesaria para estar sano y/o adelgazar, y la obsesión sigue creciendo; sin darme cuenta, estaré esclavizado por una botella de agua", ha descrito. 

 Alicia sigue "dándole caña al mono" porque no puede, por prescripción médica, beber más de litro y medio al día -lo recomendable son entre dos y tres-, mientras que, gracias a una terapia continuada, se siente cada vez más libre de su adicción. 

 Las personas con potomanía, al igual que hizo ella, deben someterse a una terapia psicológica, cuyo objetivo será, según Carrasco, "el control de los impulsos y sobre todo la mejora de la estabilidad emocional".