El galardón distingue el compromiso literario y ensayístico del autor de obras como 'El jinete polaco', 'Sefarad' y 'Todo lo que era sólido'
Aunque le gusta aterrizar plácidamente y sin hacer ruido en la primavera de Madrid para ver si acaso como va adquiriendo exuberancia lo que hay plantado en su jardín; aunque sale lo justo de casa, montado en su bicicleta, sorteando el tráfico como puede y echando su ojo analítico al vuelo al tiempo que pedalea sin tregua por los azarosos tiempos que han dado lugar a su último y brillante ensayo Todo lo que era sólido (Seix Barral), hoy, Antonio Muñoz Molina, no tendrá más remedio que romper sus beligerantes treguas, sus plácidos desvelos, sus rutinas de ojo avizor para dedicarle un día a la alegría del reconocimiento. La de haber recibido esta mañana el Premio Príncipe de Asturias de las Letras.
Ayer estaba en Lyon. Hace dos semanas, en Nueva York, donde le llegaban fuertes rumores de que este año le podía caer a él. Desde hace días, el jurado se planteaba la necesidad de otorgar el galardón a un español, 13 años después de que ningún autor en la lengua de Cervantes lo hubiera recibido, luego del guatemalteco Augusto Monterroso.
Según fuentes de la organización, muchos, dentro, desean que la ceremonia del próximo octubre adquiera un fuerte compromiso moral por parte de quien debe dar el gran discurso de la tarde, además del Príncipe. Y Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956), con su incuestionable mérito literario, con sus iniciales ya en la memoria, la historia reciente y el zozobrante presente de la gran nómina española de escritores de referencia, destacaba paso a paso entre las preferencias.
Pero con división de opiniones y la sombra de la candidatura del irlandés John Banville, otro autor fascinante. La pugna es algo que al parecer se da en el grupo que debe elegir al premiado con más frecuencia si se trata de un nombre español que si proviene de otros ámbitos. Con la mayoría a su favor ya anoche, salvo sorpresas o prontos de última hora –que nada queda descartado entre las airadas familias de las divisiones literarias en nuestro país-, Muñoz Molina se implantó esta mañana y ha recibido la noticia de su premio en tránsito, recién llegado de Francia, donde ha participado en un festival literario.
La obra del autor de Úbeda, se veía reconocida justamente en la inmensidad de su incansable búsqueda y ambición, en la modernidad de su vigente trascendencia desde que se diera a conocer con su primera novela, Beatus Ille, publicada en 1986, después de una recopilación periodística, El Robinson urbano, en 1984. Con la herida de la guerra comenzó su trayectoria como narrador y con esa misma herida, como le gustaría decir a su querido Miguel Hernández, ha llegado hasta La noche de los tiempos (2009), ese descomunal retrato y examen de conciencia republicano sobre el conflicto civil.
Pero Muñoz Molina ha querido ser un escritor profundamente español sin fronteras. Y de hecho, persigue eso en una obra maestra como Sefarad, narración abierta, texto en tránsito, aliento nómada y sin morada, sobre el drama del exilio, el autoexilio, la expulsión, las raíces, que en gran parte le valió también el pasado año –y no sin polémicas, de nuevo- el Premio Jerusalén.
En medio queda una fascinante indagación en la condición humana con novelas como Beltenebros, El jinete polaco, que fue su gran consagración, Plenilunio, El viento de la luna, donde rinde un emotivo homenaje a la memoria de su padre, Francisco Muñoz Valenzuela, muerto en 2004.
Desde hace años ha sido el miembro de la Real Academia Española más joven en ingresar en la misma. Lo hizo con 39 años. Desde hace tiempo, alterna su vida entre Madrid y Nueva York, junto a su esposa, la escritora Elvira Lindo –con quién se casó en 1994- y con la compañía por relevos de sus cuatro hijos, ya crecidos, Antonio, Arturo, Elena y Miguel.
Esa existencia unida por el Atlántico salpica su obra en libros como Ventanas de Manhattan o su nuevo, efervescente, polémico y duro ensayo Todo lo que era sólido, un repaso a las miserias que nos han conducido hasta el presente. El jazz, la música clásica, su pasión por The Beatles, el arte –se licenció en Historia del Arte por la Universidad de Granada-, las muy tempranas lecturas de Stevenson, de Julio Verne, las más juveniles de Borges, Onetti, las constantes recurrencias a Cervantes, a Galdós, a Joyce, a Proust, como nanas de cabecera, su enfermiza curiosidad por todo lo que se mueve le lleva a ser un articulista de referencia en medios tan dispares como Babelia o las revistas Scherzo y Muy interesante. Y lo que conforma un gusto y una personalidad narradora que nada contra y a favor de corriente por toda su obra.
La tranquila primavera que soñó ha dejado que se cuele por la rendija un paréntesis que quizás altere su karma hasta el otoño, cuando reciba en Oviedo de manos del Príncipe, gran admirador de su obra, el galardón, se ha visto un tanto alterada. Pero Muñoz Molina seguramente nos alumbrará el día que reciba el premio con el firme verbo de su conciencia, con el abrazo de su compromiso para encarar, si la fuerza nos acompaña, con un poco más de claridad el futuro.