domingo, 15 de enero de 2012

Muere Manuel Fraga a los 89 años


El político gallego fue senador del PP hasta noviembre y ha muerto con los suyos en el Gobierno


Una biografía enciclopédica y desmesurada, en la que caben 60 años de la historia de España, un compendio que abarcaría la dictadura, la transición, la democracia y el Estado de las Autonomías, se ha cerrado con la muerte de Manuel Fraga esta tarde en Madrid a los 89 años. Tras él desaparece el último eslabón que aún unía remotamente a la derecha actual con el franquismo. Nadie que hubiese ocupado un cargo tan relevante bajo Franco -ni más ni menos que ministro de propaganda- logró salir indemne del desplome del régimen. Fraga sobrevivió en la política 36 años más, fue senador hasta el pasado noviembre y se ha muerto como presidente fundador del partido que gobierna en España. Su legendaria capacidad de adaptación le permitió todo eso y más, incluso convertirse en el gran adalid del autonomismo desde su retiro gallego, apenas unos años después de haber intentado frenar el desarrollo autonómico en la nueva Constitución. Tan venerado como odiado, siempre sin medias tintas, se va tras haber conseguido que ni siquiera el más feroz de sus enemigos le niegue ahora una capacidad política excepcional.

Con Fraga se despide también una clase de dirigente público que no volverá jamás. La antítesis de lo políticamente correcto y de los discursos prefabricados. Un hombre capaz de retar a la pelea a unos manifestantes, de abroncar a un colaborador delante de los periodistas o de decir de una diputada que "lo único interesante que ha enseñado esa señorita ha sido su escote". Un tipo volcánico, que publicó 90 libros y que disfrutaba tanto enseñando su erudición como alimentando los titulares de los periódicos con las frases más gruesas. Un animal del poder, al que dedicó toda su vida "hasta el último aliento", como siempre había prometido, sin que ninguna otra motivación personal pudiese apartarlo de esa meta. Fue un adicto a los excesos, que solía presumir de hazañas absurdas, como recorrer más kilómetros, estrechar más manos y dar más mítines que nadie. Contaba con orgullo que en su época de embajador en Londres fue el único que cumplió con la obligación diplomática de visitar a todos sus compañeros de otros países, más de un centenar, "incluida", subrayaba, "la isla de Tonga". Todo, con tal de no parar, de alimentar el mito de "El León de Vilalba", de no tener un minuto libre, desde el amanecer hasta la medianoche, barrera sagrada que nunca rebasaba.

Su gran frustración fue no llegar a lo que parecía predestinado, la presidencia del Gobierno de España. Lo inhabilitaba su pasado franquista -del que nunca renegó- y tuvo que conformarse con un sucedáneo, la autonomía gallega. Allí se rodeó de todos los atributos de un hombre de Estado y pudo saciar su ansia de dirigir un país. Lo hizo durante casi 16 años y para echarlo tuvieron que juntarse dos catástrofes: el Prestige y la vejez. Pero alcanzó una marca asombrosa, seis décadas completas en la vida política, que comenzaron en 1951, cuando la dictadura le hizo secretario general del Instituto de Cultura Hispánica, en los tiempos en los que el entonces joven catedrático glosaba con fervor la obra del jurista pronazi Carl Schmitt, y acabaron en el Senado democrático de la España del siglo XXI.

Uno de sus secretos fue que nunca abandonó del todo su mentalidad de hombre del pueblo. Había nacido el 23 de noviembre de 1922 en una localidad de la Galicia rural, en Vilalba (Lugo), centro administrativo y de servicios de una comarca agrícola. Su padre también era campesino pero buscó fortuna en Cuba, donde se casó con María Iribarne, una vasco-francesa de estricta formación católica. Aunque el niño nació en Galicia, pasó su primera infancia en Cuba y acabó siendo criado por dos tías en Vilalba. La familia reunió ahorros con la emigración y pudo darle estudios al joven, que se reveló un prodigio de memoria y dedicación al estudio. Fue en las aulas donde empezó a forjar su leyenda. Acabó de golpe las carreras de Derecho y Políticas, con 25 años ya había sido el número uno en las oposiciones a letrado de las Cortes y a la Escuela Diplomática, y con 26 alcanzó la cátedra universitaria.

Fraga era como un meteoro y la trayectoria de su ambición tenía que pasar forzosamente por las entrañas de la dictadura. Hizo méritos en los segundos escalafones de los ministerios hasta que, con 40 años, le dieron la cartera de Información y Turismo. El franquismo estaba en pleno empeño desarrollista, y Fraga, desde su indudable adhesión a los principios del régimen, se mostró como el emblema de una cierta modernidad en aquella España repleta de caspa. Sus campañas turísticas trajeron las legendarias suecas y los primeros hippies. Suprimió la censura previa -pero no la posibilidad de secuestrar publicaciones- y abrió la mano para que se relajase la mojigatería imperante en los medios de la época, lo que hizo popular un dicho: "Con Fraga, hasta la braga". Comprendió muy pronto la importancia de los gestos en una sociedad mediática, como lo prueba su mil veces repetido baño con el embajador de Estados Unidos en Palomares, donde un avión había perdido una carga nuclear. Y al tiempo organizó las campañas de propaganda del régimen y dio la cara para defender episodios tan poco defendibles como el fusilamiento del militante comunista Julián Grimau. Pero, para muchos españoles, simbolizó el afán por reformar el regímen.

Como le habría de ocurrir más veces en su vida, le perdió la ambición. Y los tecnócratas del Opus Dei que entonces dominaban el Gobierno consiguieron echarle en 1969. Se convirtió en una especie de crítico desde dentro del franquismo, imagen que cultivó especialmente a partir de 1973, cuando fue nombrado embajador en Londres. La salud de Franco declinaba y se intuía la proximidad de un cambio profundo. En la capital inglesa desarrolló una frenética agenda de contactos, con gente de España y de todo el mundo, para preparar su candidatura a pilotar la Transición. En el primer Gobierno de Arias Navarro, tras la muerte de Franco, fue ministro de la Gobernación, lo que hoy es Interior.

El proyecto de Fraga era indudablemente aperturista, pero más que liquidar el régimen, se proponía remodelarlo sin alterar sus cimientos. Nunca tuvo la menor intención, por poner un caso, de incorporar a los comunistas a la vida pública. Su autoritarismo se mezcló con actuaciones muy controvertidas de su ministerio -asesinato de obreros en Vitoria y de militantes carlistas de izquierda en Montejurra (Navarra)- hasta acabar convertido en un ogro para la oposición democrática, que le atribuía una frase que él siempre negó: "La calle es mía". El disgusto de su vida le llegó cuando el Rey eligió a Suárez como nuevo presidente del Gobierno. Fraga se plantó ante el monarca y rechazó sus presiones para que aceptase una cartera en el nuevo Ejecutivo.

Su gran frustración fue no llegar a lo que parecía predestinado, la presidencia del Gobierno de España. Lo inhabilitaba su pasado franquista -del que nunca renegó- y tuvo que conformarse con un sucedáneo, la autonomía gallega
Entonces creó Alianza Popular, que pretendía ser un partido conservador democrático, pero que estaba encabezado por los llamados siete magníficos, un colección de carcamales del régimen. Aceptó la Constitución a regañadientes, pasó con más pena que gloria por la noche del 23-F y el hundimiento de UCD le dejó solo ante la marea socialista. Felipe González le colmó de atenciones: le hizo jefe de la oposición y proclamó que "le cabe el Estado en la cabeza". De aquellos años quedan sus famosos discursos recitando en el Congreso el precio del kilo de garbanzos y la impotencia del antiguo franquista para convertirse en una verdadera alternativa democrática. Tras años convulsos, cedió el testigo. Intentó nombrar a Isabel Tocino, para sucederle al frente de Alianza Popular, pero le convencieron de que eligiese a José María Aznar.

En Galicia se construyó su pequeño Estado. Rodeado de un culto a la personalidad que alcanzó cotas delirantes -"Gran Timonel", le llamaban los suyos- viajó por medio mundo, incluidas la Cuba de Castro, el Irán de los ayatolás o la Libia de Gadafi, y mantuvo a raya a sus adversarios con un férreo control político e informativo. Su carácter camaleónico ("la política hace extraños compañeros de cama", decía) le permitió transmutarse en un galleguista a ultranza cuyas propuestas autonomistas incomodaron en más de una ocasión a su propio partido. Nunca pensó en retirarse ni en nombrar un delfín. Hasta que la revuelta social que siguió a la marea negra del Prestige, unida a un deterioro evidente de su salud -tuvo varios desmayos en público- le retiraron el favor de las urnas.

Tanto le había absorbido su carrera por el poder, tanto había sacrificado las insignificantes cuestiones humanas, que tuvo que reconstruir las relaciones personales incluso con su propia familia. Fueron sus hijas las que lo convencieron para que se marchase a Madrid, donde se ha ido apagando poco a poco, con la voz cada vez más débil y temblorosa, aferrado hasta el último momento a un bastón, a un escaño parlamentario y a la presidencia honorífica del partido que fundó cuando estaba seguro de que su destino era dirigir España.

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