El año pasado, la Fundación Libro contrató a una consultora para que seleccionase al nuevo director de la Feria del Libro de Buenos Aires, un acontecimiento que cada año por estas fechas y durante 19 días se convierte en el centro del debate cultural y hasta político de Argentina. Había varios requisitos, pero uno de los más tajantes para sustituir a una persona que había estado al mando de la Feria durante más de siete lustros era que el sucesor no fuese menor de 40 años.
Se presentaron unos 400 currículos y, después de un largo proceso, la Fundación escogió a Gabriela Adamo, que había sido periodista, había trabajado con la mítica editorial Sudamericana, donde se publicó por vez primera Cien años de soledad, era traductora del alemán, aportaba 15 años de experiencia en el mundo del libro y tenía, precisamente, 40 años.
El primer año le tocó lidiar con la oposición de un grupo de intelectuales kirchneristas que se negaban a que Mario Vargas Llosa inaugurase la Feria. Y este año, con la controversia por la política del Gobierno argentino sobre importaciones de libros extranjeros. En medio de ese torbellino por donde pasan cada año más de un millón de personas y decenas de debates, Adamo recuerda la principal lección que aprendió junto a la directora de Sudamericana, Gloria Rodrigué: que se puede trabajar muchísimo y, a la vez, ser humano y cálido con quienes te rodean.
Adamo desayuna a menudo en el bar situado enfrente de la Feria, que es donde suelen quedar los escritores antes de enfrentarse al público. Cuando se le pide que escoja su librería favorita, no duda ni un segundo. “Hay cientos en Buenos Aires. Hay hasta un librito que se llama El libro de los libros que viene con casi todas y te arma circuitos. Pero la mía, desde que nací, es La Boutique del Libro, que es una cadena con cinco sucursales. La del barrio de Martínez es la primera de ellas y la librera, que me atendía cuando iba de chica con mi papá, sigue ahí. Y ahora le recomienda libros a mis hijas y a mi marido”.
Pide una lágrima, que es como se le conoce en Buenos Aires a la leche con apenas unas gotas de café. Se la sirven en jarrito, una de esas piezas de cristal que parecen pequeñas obras de arte que cobran vida cuando la gente las envuelve en sus manos. “El jarrito es una medida buena. La taza pequeña, uno se queda con ganas y el tazón…”. Pide también un cuadradito de chocolate con dulce de leche. “Más que cuadradito es un mazacote, pero está delicioso”.
La directora se ha pasado la vida entre volúmenes. Pero no siente la llegada del libro electrónico como ningún drama personal. “Yo creo que ni el escritor ni el lector van a perder, aunque tal vez cambien su forma de escribir y de leer. Sin embargo, las partes intermedias van a estar más en jaque. Y las librerías son las que más van a perder. En América Latina aún no lo percibimos porque estamos muy retrasados con la llegada de los aparatos. El Kindle está presente en la Feria, pero no se puede comprar físicamente en Argentina, hay que pedirlo al extranjero y que lo traigan por correo”. Conforme avance el carro, piensa, se irán acomodando los melones.
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