Por: Patricia Gosálvez
¿Reclinar o no reclinar? En cada vuelo la misma decisión incómoda. Hay gente que lo cree un derecho fundamental adquirido con la compra de su billete, y otros que lo consideran de peor educación que escupir al tipo del asiento de atrás.
La mayoría de los pasajeros de avión tienen (tenemos) complejos códigos de etiqueta sobre cuándo y cómo hay que reclinar el asiento (avisando antes, pidiendo permiso, nunca en vuelos cortos, solo cuando lo hace el de delante, cuando se apagan las luces en los vuelos intercontinentales, etcétera...).
Lonely Planet preguntó a 580.000 personas este verano que era lo que más les molestaba en un avión y la nube de conceptos resultante lo deja claro (siendo seat: asiento).
El asiento reclinable -el que rompe portátiles, derrama cafés y se come tu espacio personal- está entre las cosas más odiadas de viajar en avión (junto a los bebés, la conversación indeseada y la gente que cree que en el avión los pies y los pedos no huelen).
La mayoría de incidentes menores entre pasajeros empiezan con una discusión sobre el asiento. Algunos acaban con el avión dando la vuelta. Por ello hay quien decide tomar medidas drásticas, colocando artefactos para evitar que esos cabr#@%s reclinen su asiento.
Algunas compañías aéreas también han castrado la posibilidad de reclinar en sus vuelos, aunque creo que más que para ahorrar en disgustos, para ahorrar en espacio. Quizás es importante no olvidar que la razón última de que un asiento reclinable aplaste al de detrás es la codicia de las aerolíneas, no solo la falta de consideración del de delante.
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