Cientos de mujeres ven cómo su agresión queda impune tras ingerir drogas que doman la voluntad. La falta de un protocolo sanitario común aumenta la indefensión
Son delitos especialmente crueles. Destrozan la vida de las víctimas y ni siquiera pueden demostrarlo. Se trata de mujeres que han ingerido drogas contra su voluntad y ni siquiera recuerdan si fueron violadas o no. En medios policiales lo denominan “sumisión química”, y consiste en la ingesta involuntaria de benzodiacepinas u otros fármacos que eliminan total o parcialmente la consciencia de las víctimas, convertidas sin quererlo en juguetes del agresor. Robos en el caso de los hombres, y este mismo delito junto con la agresión sexual en el de las mujeres, se han convertido en un serio problema para los cuerpos policiales. Lo diabólico de los delitos de sumisión química radica en que la víctima no puede dar detalles concretos de la violación, y muchas veces ni siquiera está segura de qué ha ocurrido. Cuando los análisis posteriores confirmen la presencia de semen, se aclararán sus recuerdos. Tampoco la asistencia hospitalaria sirve de gran ayuda a la hora de probar la agresión ante un tribunal: cada hospital tiene —si lo tiene— su propio protocolo asistencial. No hay una normativa que los unifique y la droga que se puede detectar en un centro sanitario con facilidad en otro ni se busca.
Una reciente sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona ha dejado libre al agresor de Andrea S. por falta de pruebas, aunque lamenta la frecuencia con que este “modus operandi” llega a los juzgados.
“¿Cómo demuestro yo que me han violado en mi propia cama? ¿Quién va a creerme?”, se preguntaba Andrea —nombre supuesto— la mañana del 17 de julio de 2010, cuando dejó su habitación en una residencia de estudiantes de Barcelona tras haber sido violada por un marroquí al que había conocido en un bar la noche anterior.
Esta profesora de inglés para ejecutivos, de 33 años, salió con una compañera a celebrar que terminaban un máster de lingüística forense. Cenaron cada una en su habitación y después se dirigieron al barrio de Gràcia. Allí bebieron un mojito y el segundo cayó en la zona del Born. Se les acercaron cinco chicos. El que parecía más desenvuelto, Mohamed, las convenció para tomar una tercera copa en la discoteca Al Jaima del puerto olímpico.
“Nos dijo que en ese sitio a él le ponían unas copas muy especiales”, recuerda Andrea. Notaron que era muy popular en la disco: besos aquí y allá, guiños con los porteros... El Ballantine's de Andrea lo trajo él mismo servido desde la barra. Con medio vaso consumido, empezó a sentirse bien, relajada, indiferente a lo que la rodeaba, incluido el beso que le dio Mohamed. “Es inexplicable en mí, pero todo me daba igual”.
Cuando ella y su amiga hablaron de irse, él sacó a Andrea a la pista de baile y ella obedeció. Al poco, necesitó ir al baño. “Veía figuras borrosas, como si todo flotara”, recuerda. Al salir, Mohamed le había dicho a su amiga que regresara a la residencia porque Andrea quería continuar la fiesta. Él la esperaba con otro whisky que le acercó a los labios. Bebió tres sorbos y perdió la consciencia.
Margarita Sánchez Pastor, responsable del comité de violencia de género del hospital La Paz, el centro de referencia en Madrid, comenta: “Cuando la víctima dice ‘No sé lo que me ha pasado, apenas recuerdo nada’, el protocolo se activa. Buscamos rastros químicos en sangre, pelo y orina para detectar si ha habido ingesta de sustancias que anulan la voluntad”. Pero el protocolo de La Paz no es unitario. No todos disponen de medios para detectar la sumisión química. Tampoco de mecanismos de coordinación con los centros forenses. “Son fundamentales y no se están poniendo en marcha”, lamenta Manuel López Rivadulla, catedrático de Toxicología Forense de la Universidad de Santiago de Compostela, una reconocida autoridad en la materia, quien añade: “Serían también muy útiles campañas de información los profesionales y la población, como ocurre en otros países. Ahora mismo, el 90% de los casos de abusos sexuales por sumisión química que se dan en España se nos escapan”.
Una conclusión a la que también llega Tina Alarcón, directora de Centro de Asistencia a Víctimas de Agresiones Sexuales (CAVAS) igualmente critica con la dispersión de protocolos: “Los servicios hospitalarios no están sensibilizados”. “Hay mucho desconocimiento, lo que puede provocar que se cuestione a la víctima”, sostiene Miguel Lorente, profesor de Medicina Legal de la Universidad de Granada. “El problema se agudiza cuando el médico actúa como un policía”, añade. Y entre esa ignorancia está el papel del alcohol. “Es lo que hace más vulnerables a las víctimas tanto para que se aprovechen de ellas como para que les den sustancias sin darse cuenta”, apunta Eneko Barbería, del Instituto de Medicina Legal de Cataluña. El Instituto Nacional de Toxicología, dependiente de Justicia, sí tiene protocolo de actuación y recogida de muestras ante una agresión sexual. Regula desde 2010 que siempre deben recabarse restos biológicos (ropa, fluidos) para analizar la presencia de semen. “Si se sospecha que en la agresión puede haber involucrada alguna sustancia deberían tomarse siempre muestras de sangre y orina”, explica Ana Martín, jefa del servicio de Química.
En torno a un 20% o un 30% de las víctimas que denuncian una agresión sexual pueden haber sido víctimas de la administración intencionada de drogas por parte del delincuente. Una encuesta epidemiológica realizada en Barcelona durante 2011 por el Instituto catalán de Medicina Legal revela que un tercio de las mujeres que denunciaron agresiones sospechan haber sido víctimas de sumisión química. En La Paz se analizaron unos 130 casos en 2011. De un centenar, solo en la ciudad de Barcelona, hablaba el responsable de toxicología del Hospital Clínic en Antena 3. Tanto la Guardia Civil como los Mossos de Escuadra creen que se enfrentan a un problema que afecta a centenares de mujeres; muchas más si se contabiliza a las que guardan silencio.
Andrea S. no ha dejado de luchar contra la depresión en los dos años transcurridos desde la violación y el archivo del caso decidido ahora por los jueces.
Cuando salió a la calle sin rumbo, a la mañana siguiente de la violación, se topó con un coche policial y fue trasladada al Hospital del Mar. Pero allí no había forense, por lo que se dirigieron al Clínic, donde, recuerda Andrea, estuvo una hora sola esperando en una habitación, sin parar de llorar. Fue un decisivo tiempo perdido. Finalmente, llegó la analista y se miró el reloj: “Han pasado más de ocho horas. No va a valer”.
La detección se efectúa con más rigor antes de las ocho horas, un periodo muy corto que favorece la impunidad del infractor.
Le dictaminaron desgarro vaginal y erosiones, semen y analítica negativa. Pero no se midió el grado de alcohol ni las benzodiacepinas u otras drogas de sumisión pese a que, como comenta una guardia civil experta en agresiones sexuales, Andrea presentaba el síntoma más evidente de este tipo de víctimas: una memoria excelente para todo lo que ocurrió antes y después y una nube negra a partir de la segunda copa. Pero no fue tenido en cuenta. El informe del jefe de toxicología del Clínic atribuyó a la ingesta de bebidas alcohólicas la desgracia de Andrea, aunque fueron solo tres copas en siete horas y no se midió la tasa de alcohol en sangre.
Este comportamiento médico “inexplicable e indefendible”, para el catedrático Rivadulla, ha sido la prueba de cargo que libró a Mohamed de la cárcel. El Clínic declinó dar explicaciones.
Mediante un retrato robot los Mossos dieron con Mohamed, fichado por 10 delitos de tráfico de drogas, robo y maltrato doméstico. Él negó los hechos hasta que le fueron mostradas imágenes junto a la víctima tanto de la discoteca del puerto como entrando y saliendo de la residencia de estudiantes. En esta última grabación se ve como Andrea no es consciente de sus actos. Él la sujeta y la arrastra, busca la llave en el bolso y abre, porque ella no coordina movimientos. También le fue encontrada al marroquí una grabación de Andrea desnuda en la cama: él la mueve en diferentes posturas y ella se deja hacer, como un fardo, con los ojos cerrados. Se despertó unos instantes, cuando notó un fuerte dolor en la vagina y a Mohamed sobre ella. Le dijo: para, déjame, me haces mucho daño. El resto, fundido en negro.
La Audiencia dice que es un “modus operandi” que “desgraciadamente” conocen bien. Él está libre: “In dubio pro reo”, firman los magistrados. Andrea tiene cicatrices en los brazos, recuerdo de las autolesiones con las que trataba de acallar un dolor mucho más profundo: el de una agresión que, afirma, sigue impune.
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