La adaptación al cine de la novela del escritor catalán, fallecido este martes, ‘homenajeó’ su obra sobre la posguerra.
No, él tuvo la suerte de comer poco pan negro durante la posguerra porque en la masía de sus abuelos “se hacía pan”. Pero el mundo ligado a ese pan negro de física y espiritual miserable posguerra rural, que él tan bien describió en su novela homónima, fue, gracias al éxito de la versión cinematográfica de Agustí Villaronga (nueve goyas, el primero para el cine en catalán, y 14 gaudís) el que colmó quizá el hambre de demasiada gente que, injustamente, solo conocía esta obra del escritor, pedagogo y periodista Emili Teixidor. Ayer, sin duda una de las mejores voces de las letras catalanas desde los años sesenta falleció en Barcelona a los 78 años, con la discreta sobriedad que le caracterizó siempre, tras una tenaz resistencia al cáncer.
“Leo y escribo para acumular una antología personal de imágenes sacadas de libros, vivencias o frases, que ejercen una fascinación y tienen un significado especial para mí”, justificaba su escritura Teixidor. Decía que todo lo que puso sobre un papel —casi una cuarentena de libros— procuraba que fuera “más real que vivencial”, pero vida y obra no pueden separarse tanto en Texidor de sus orígenes en Roda de Ter, el pueblo de Vic donde nació el 22 de diciembre de 1933, rodeado de las tres colonias textiles que iban vaciando la escuela rural de compañeros, como ocurrió con su amigo el futuro poeta Miquel Martí i Pol, al que vio marcharse con solo 14 años para incorporarse a una de las fábricas.
El adoctrinamiento brutal (religioso, político, cultural, sexual), “esa sensación de ahogo, ese fascismo ordinario” que había en los pueblos tras la Guerra Civil y que él, junto con el propio Martí i Pol y otros jóvenes, intentó fintar alrededor de unos encuentros culturales a través de un bardo local, Josep Clarà, es lo que años después le empujó a dejar de ejercer como maestro en la comarca y trasladarse en 1958 a Barcelona, donde fundó con otros compañeros la escuela Patmos, pura bocanada de renovación pedagógica en un ámbito dueño de la Iglesia.
Conocedor como pocos de la psicología infantil, que quizá aprendió de sí mismo, y portador innato de una capacidad pedagógica notable, solía citar como estrategia el hecho de llevar tres libros a clase, de los cuales solo hablaba de dos. “Los chicos siempre sentían entonces curiosidad por el tercero, que era aquel del que yo en realidad quería hablarles”.
En ese escenario pedagógico detectó la necesidad, a principios de los años sesenta, junto con autores como Josep Vallverdú y Joaquim Carbó, entre otros, de llenar un vacío en la literatura infantil y juvenil en lengua catalana, donde destacó pronto y alcanzó cifras de ventas más altas que las que lograría con la narrativa de adultos. Les rates malaltes (1967, premio Joaquim Ruyra) y, sobre todo, L’ocell de foc (45 ediciones, versión en castellano y más de medio millón de ejemplares), amén de su serie sobre La formiga Piga, resumirían el impacto de su capacidad narrativa, que supo combinar como pocos escritores coetáneos con un cuidado lenguaje y un vocabulario riquísimo con el que salpimentaba toda su obra. “Una lengua no puede permitirse perder tanto léxico como hace el catalán”, afirmó hace muy poco.
Con voluntad humanista, se tituló también en Derecho, Filosofía y Letras, y Periodismo, faceta esta última que le llevó a colaborar con asiduidad en los periódicos Diari de Barcelona, Avui y EL PAÍS. Y también a intervenir en medios audiovisuales: en Catalunya Ràdio, en programas de libros de televisión como Mil paraules (TV-3, 1990-1994) y en la elaboración de guiones.
Hacía tiempo, pues, que estaba herido ya irremediablemente por la escritura, tanto que empezó en 1975 a dirigir la editorial Ultramar. En ese contexto, el salto a la literatura para adultos no se hizo esperar mucho más. Fue en 1979 con los relatos de Sic trànsit Gloria Swanson, que se tradujo ya en el premio de la Crítica Serra d’Or.
Pero las imágenes personales habían de aflorar algún día y llegaron en forma de un particular friso que estrenó la excelente Retrat d’un assassí d’ocells (1988), infelizmente no jalonada de premios como acabaría siendo constante en la producción de Teixidor y como ratificaría, por ejemplo, El llibre de les mosques (1999), premio Sant Jordi.
La mirada un punto irónica, no exenta de escepticismo, impregnada de recuerdos de profesores purgados, jóvenes cooptados por falangistas, vicarios de viejo credo, secretos arrastrados de antes de la guerra pero purgados tras la contienda y hambres insaciables, que estaban a caballo entre sus vivencias y la literatura, se acentuaron si cabe en Pa negre (2003), su obra para adultos más reconocida (cinco premios, entre ellos el Crexells y el Nacional de Cultura de la Generalitat). El férreo dominio de Teixidor de la técnica narrativa permitía que en ese marasmo de miserias y esperanzas se oyera siempre nítida la voz de sus inolvidables personajes.
Tomando también fragmentos del Retrat..., con Pa negre Villaronga popularizaría para el lector adulto a un autor que, como resumía ayer el consejero de Cultura, Ferran Mascarell, fue “un clásico contemporáneo”, papel que había reconocido ya la Creu de Sant Jordi en 1992. “¡Leedle para revivirle”, reclamaba Isona Passola, productora del filme.
El acto de reconocimiento como doctor honoris causa por la Universidad de Vic el pasado febrero fue su última aparición, que en lo literario cerró Els convidats (2010), de nuevo instantánea de los efectos de la guerra en la vida rural. El álbum de la memoria estaba completado. “Aquellas imágenes, los libros, tienen también una función liberadora. No hay nada más frustrante que la imposibilidad de escapar”, decía. Él lo escribió. Y escapó, libre.
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