El polémico artista belga Wim Delvoye presenta una sorprendente y singular exposición. Un diálogo contemporáneo con el arte clásico. El creador lo asume sin complejos y hasta con una suerte de desafío.
AURÉLIEN LE GENISSEL
Cerdos decorativos en un salón decimonónico, esculturas retorcidas en una impecable mesa de bufete, neumáticos de acero tirados entre el mobiliario aristocrático, figuras en posiciones sexuales… Es lo que pasa cuando uno de los establecimientos artísticos más antiguos del mundo abre sus puertas al creador de Cloaca, una máquina de crear excrementos. Aunque donde algunos ven una sarcástica burla, el artista reivindica una respetuosa fidelidad a la herencia tradicional, alejada de la vacuidad y de la ligereza de un arte contemporáneo que no duda en criticar. O eso nos ha contado el propio Wim Delvoye. Aunque con él nunca se sabe.
Cuando una institución tan venerable como el Museo del Louvre invita a un artista contemporáneo, con fama de controvertido, a presentar sus creaciones junto a sus grandes obras maestras, la polémica está asegurada. Blasfemia estética, para unos, o fructífero diálogo temporal, para otros, las discusiones parecen no tener fin como ya se demostró durante las exposiciones de Jeff Koons (2008) y Takashi Murakami (2010) en el castillo de Versalles. Por las salas del Louvre ya han pasado nombres tan reconocidos como Tony Cragg, Jan Fabre, Anselm Kiefer, Joseph Kosuth o Michal Rovner.
Wim Delvoye sería uno más de esta interminable lista si no fuese por la agitada fama que siempre le precede. Se dió a conocer en 2000 con Cloaca, una compleja máquina que reproducía con fría exactitud todo el proceso digestivo humano (de la absorción a la digestión) para acabar creando unos excrementos reales. Luego vinieron su serie de radiografías y vidrieras obscenas o escatológicas y sus pieles de cerdos. Delvoye los cría en su granja cerca de Pekín donde los tatúa antes de vender sus pieles como si de simples cuadros se tratasen. Un procedimiento que ha despertado la ira de las asociaciones de defensa de los animales. El proyecto Tim (2008) lleva esta idea al paroxismo. El suizo Tim Steiner se dejó tatuar la espalda por Delvoye y este vendió su obra por 150.000 euros a un coleccionsta suizo, que recibirá el trozo de piel a la muerte del portador. Por si fuera poco, Delvoye ha creado también unas esculturas retorcidas de Cristo crucificado, que sitúa ahora sobre la gran mesa de banquetes de las salas de Napoleón III en el Louvre, atrayéndose esta vez la animosidad de las instituciones religiosas.
¿Qué se puede inventar esta vez Delvoye? “Nada”, nos asegura con un tono casi infantil. El espectador puede ver “un Wim que no es exactamente el yerno ideal pero que ha encontrado su lugar entre las cosas bien trabajadas”, explica. Aunque es muy consciente de lo que acarrea su arte. “Estas obras son el resultado de casi cuatro años de trabajo. Sé que puede resultar provocador, pero de manera nueva. Como puede serlo intentar volver a hacer pintura parecida a la del siglo XVII”, explica. ¿Un retorno al academismo? Quizás. Y es que Delvoye ha decidido que era hora de criticar al mundillo del arte tal y como se presenta hoy. Un nuevo hobby o una nueva estrategia para este artista que parece no tenerle miedo a nada. “El siglo XX fue terrible, pero no lo sabíamos. El siglo XXI también, pero de manera completamente diferente. Murakami, por ejemplo. Al principio yo pensaba que lo suyo no era arte, aunque me gustaban un par de esculturas. Sabía que funcionaría porque un nuevo mundo había nacido. Pero nunca hubiera imaginado un mundo tan terrible en el que él pudiera hacer cualquier cosa y que le pagasen tanto”. O el arte de morder la mano que te ha dado de comer.
Sin embargo, no todo es malo según Delvoye. “Damien Hirst ha vendido directamente sus obras, saltándose al galerista. ¿Maurizio Cattelan? Ha sido comisario, propietario de una galería (la Wrong Gallery), editor de dos revistas y crítico de arte. Y se le considera como uno de los mejores de su generación. Hace 25 años, un artista no hubiera podido hacerlo porque se le hubiera tachado de comercial y hubiera perdido toda credibilidad”, explica contento de que el arte contemporáneo haya conseguido emanciparse de lo que el artista belga llama “el arte para los funcionarios”. “Ahora reina el mercado libre. Quizás no sea tan bueno pero es así. El mercado es bastante conservador, algunas veces igual de malo que antes”, admite volviendo a la carga. Ahí va la primera bala para un sistema liberal y caótico que muchos consideran responsables de la burbuja especulativa que conoce el mercado del arte contemporáneo en los últimos tiempos. Pero el fusil de Delvoye tiene munición para todos. ¿Los jóvenes artistas contemporáneos? “Es cierto que mi trabajo se vende por cantidades de seis ceros, pero yo gasto mucho en cada obra. Y veo a jóvenes desconocidos que siempre llegan a esa cifra aunque sea una obra más pequeña. Pero el trabajo que hacen no tiene compromiso alguno”, explica con una nostalgia cuyos aires retrógrados son tan sorprendentes (él forma parte de todo eso) como, seguramente, calculados.
Pese a todo, el trabajo del artista belga encuentra un eco particular en un lugar tan cargado de historia y herencias estéticas como el Louvre. Y es que las obras de Delvoye a menudo se caracterizan por una sorprendente mezcla de referentes clásicos y objetos o códigos actuales. Ya no solo en la reinterpretación digitalizada y perfeccionada de la arquitectura gótica que ha iniciado en los últimos años, con maquetas de hierro cortadas al láser de manera ultra-realista (Chapel # 2, 2007) o la famosa torre que pudo verse en la Bienal de Venecia de 2009 (Torre Venezia, 2009), sino en sus primeras creaciones. Objetos banales, como mesas de planchar, palas o bombonas de butano que el artista decora con unos escudos de armas medievales o con los paisajes típicos de la cerámica de Delft (Butagaz 62 Shell 205722, 1989-1990). Unos inesperados acercamientos estéticos que ofrecen una apasionante reflexión sobre la esencial trivial de algunos objetos y las condiciones sociales o hermenéuticas que pueden transformarlos en obras de arte. En efecto, ¿por qué no decorar también una bombona de gas, una cuchilla de sierra circular o la piel de unos cerdos? Asuntos en los que el artista seguirá profundizando a lo largo de su carrera y que están muy presentes en la propuesta del Louvre con cuchillas decoradas como platos, cerdos tatuados con flores o una imponente escultura de acero en el jardín de las Tullerías.
Y es que Delvoye siempre “interroga el presente a la luz del pasado y se presenta como un regenerador proponiendo fórmulas desestabilizadoras”, como se explicaba en el catálogo de la gran exposición que le dedicó el Bozar de Bruselas en 2010.
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